En los dos últimos años, en República Dominicana se pasó de realizar un promedio de 5 películas por año, a unas 15. Como consecuencia de la promulgación de la Ley 108-10 para el Fomento de la Actividad Cinematográfica, la industria ha empezado a dar pasos importantes, especialmente en lo que se refiere a recursos técnicos y personal capacitado.
De igual manera, se hacen esfuerzos para dotar a las producciones dominicanas de una estampa propia. Es el caso del Fondo Internacional de Cine, FIC, una alianza entre la productora colombiana Once Once Films & TV y el empresario dominicano Sixto Inchaustegui, con el objetivo de realizar películas que resalten las costumbres tanto dominicanas como colombianas y lograr un intercambio cultural entre el personal técnico y artístico de ambos países.
A pesar de lo anterior, el cine dominicano carece, entre otras cosas, de una identidad definida. Y es que el cine, como expresión artística, esta supuesto a difundir las costumbres, manías, cotidianidades e ideologías del pueblo que representa.
Un cineasta, inevitablemente, hace sus películas utilizando un código y un lenguaje propios del entorno del que procede. El hecho de pertenecer a una sociedad determinada hace que los realizadores tengan una forma única de contar historias, que corresponde a su idiosincrasia, independientemente de su propia visión del mundo. De esta manera, el cine de una región va adquiriendo cierta unidad. A eso se le suman los tópicos inherentes a una sociedad particular, lo que da como resultado un cine con identidad propia.
Los personajes pintorescos, las tradiciones, los elementos del folklor, la historia, las ideologías, las causas con las que se identifica un pueblo, por cuales cosas sufre ese pueblo, con cuales disfruta, su pensamiento político, el lugar que ocupa en el mundo, sus luchas diarias, sus victorias, sus héroes, su comida, su música, su clima, y hasta su ubicación geográfica; todo forma parte de la identidad y todo puede y debe verse retratado al fabricar historias para la gran pantalla.
Si bien es cierto que la cinematografía nacional aún se encuentra en una etapa de búsqueda de asideros y de crecimiento, no es menos cierto que la mayoría de las producciones fallan al presentar un retrato de la dominicanidad, sea urbana o rural, pobre o rica; otras apenas llegan a una imagen deslavada de lo que nos gustaría ser. De este modo, no logran que los miembros de la sociedad que pretende reflejar se sientan identificados y se encuentren a ellos mismos en los personajes.
No importa que la sociedad dominicana lleve décadas endiosando las películas de Hollywood: cuando se anuncia un filme dominicano, el espectador va a las salas porque quiere encontrarse en la pantalla, quiere verse retratado en la historia. El cine nacional necesita producciones que permitan mostrar ante locales y extranjeros los aspectos característicos de la forma de ser colectiva de los dominicanos, y de esta forma dejar de emular un cine que tiene más de 100 años siendo industria y que cuenta con unos recursos económicos, tecnológicos y humanos que el cine dominicano está lejos de alcanzar todavía.
Los cineastas dominicanos harían bien empezando a aceptar y reconocer su entorno con la finalidad de plasmarlo en sus argumentos. El arte sirve para destacar las peculiaridades del pueblo donde se origina. El cine, además de lo anterior, es también memoria histórica. Así, estos cineastas tienen el compromiso de que sus obras contengan una visión acertada de lo que constituye la esencia de la dominicanidad.